Lucient: veinte años de exploración entre géneros y atmósferas

Lucient ha construido una trayectoria marcada por la curiosidad, la experimentación y un respeto profundo por el paisaje sonoro que lo rodea. Su carrera atraviesa roles diversos y, con veinte años de experiencia a sus espaldas, ha sabido crear un estilo reconocible sin encasillarse, moviéndose entre géneros y espacios. Su álbum Sa Casa Des Carbó (2022) es un claro ejemplo de esa visión introspectiva y meditativa. Pero más allá del estudio, Lucient entiende la música como experiencia colectiva: sesiones maratonianas, residencias en clubes emblemáticos y colaboraciones muestran su obsesión por explorar la relación entre la audiencia, el espacio y la música. Este fin de semana forma parte del potente lineup del cuarto aniversario de Me Siento Extraña, colectivo fundamental para entender la noche barcelonesa contemporánea, con un B2B junto a Hello Sassy. La cita será en la Sala Apolo. En esta conversación hablamos un poco de todo: de identidad, de representación y, por supuesto, de música.

10/27/2025

Lucient: veinte años de exploración entre géneros y atmósferas

En tu álbum Sa Casa Des Carbó (2022) hay un diálogo constante con el paisaje sonoro mediterráneo. ¿Qué sonidos de tu infancia o de tu entorno cultural siguen apareciendo, casi sin querer, en tu música?

Ese álbum es muy concreto, ¿eh? Como productor, no me he prodigado demasiado; la mayoría de cosas que he publicado hasta ahora han sido temas sueltos en recopilatorios o singles más enfocados al baile, por así decirlo. Sa Casa Des Carbó surgió en un contexto muy particular: la pandemia. Estábamos todos encerrados, y por una serie de circunstancias tuve la oportunidad de pasar unos días en Ibiza, en una casa de pescadores que pertenece a la familia de alguien cercano. La idea, en principio, no era hacer un disco. Quería desconectar del mundo y pensar en qué quería hacer con mi vida.

Pero me llevé algunos cacharros y, casi de forma terapéutica, empecé a hacer música. Sin planearlo, el disco fue tomando forma. Estaba completamente influido por lo que tenía alrededor: la casa estaba literalmente frente al mar, y viví totalmente aislado, hasta el punto de no alquilar ni un vehículo. Cogí un taxi del aeropuerto hasta la casa y, a partir de ahí, me movía solo a pie, caminando por la montaña o junto al mar. Fue casi un retiro —una especie de experiencia monástica— para desconectar de todo.

La influencia del paisaje en el disco es literal: es el paisaje que me rodeaba durante esos días. He crecido en el Mediterráneo; todos mis veranos han transcurrido entre la costa catalana y las islas Baleares. Es un entorno y unos sonidos que me han acompañado desde siempre. De hecho, el álbum está lleno de grabaciones que hice allí mismo. Llevaba una grabadora encima e iba registrando el mar, las hojas, el viento, la lluvia, los pájaros al amanecer... como si estuviera construyendo un dietario sonoro.

Todos esos sonidos, colores y paisajes han sido siempre mi hábitat natural —sobre todo en verano, cuando podía disfrutar del mar y de ese tipo de paisajes—, pero en aquellos días adquirieron una presencia muy concreta y directa en la composición del disco.

Sa Casa Des Carbó nació de un retiro creativo en soledad. ¿Cómo cambia tu música cuando la piensas desde la introspección frente a cuando la produces para una pista de baile llena?

La verdad es que nunca antes había compuesto de una manera tan introspectiva, tan centrada en mis propias sensaciones y sentimientos. En ese momento no lo hice con la idea de que aquello acabara convirtiéndose en un disco; no había una intención previa. Fue una forma muy orgánica y natural de dejar salir una parte más personal, más interior, incluso más sentimental.

Hasta entonces, siempre que había hecho música habían sido tracks sueltos, a veces con un concepto detrás, buscando plasmar una atmósfera o una idea concreta. Pero siempre con la pista de baile en mente, guiado por ciertas referencias o influencias musicales que me gustaban y que utilizaba como faro para orientar mis producciones.

Lucient ha construido una trayectoria marcada por la curiosidad, la experimentación y un respeto profundo por el paisaje sonoro que lo rodea. Su carrera atraviesa roles diversos y, con veinte años de experiencia a sus espaldas, ha sabido crear un estilo reconocible sin encasillarse, moviéndose entre géneros y espacios.

Su álbum Sa Casa Des Carbó (2022) es un claro ejemplo de esa visión introspectiva y meditativa. Pero más allá del estudio, Lucient entiende la música como experiencia colectiva: sesiones maratonianas, residencias en clubes emblemáticos y colaboraciones muestran su obsesión por explorar la relación entre la audiencia, el espacio y la música.

En esta entrevista, Lucient nos guía por su universo creativo, desde sus procesos más introspectivos hasta las dinámicas de la pista de baile, y hablamos sobre Barcelona y sus espacios.

¿Puedo saber cuánto tiempo te tomó todo el proceso?

Estuve en la casa unos diez días. Básicamente, lo que hice fue vomitar ideas. Me pasó algo curioso el primer día: normalmente, cuando produzco música, soy bastante lento. Soy ingeniero de sonido, pero no tengo formación musical formal; todo lo que sé lo he aprendido de manera autodidacta. Siempre me ha resultado frustrante tener melodías o ideas musicales en la cabeza y no poder plasmarlas en la producción. En la parte técnica me defiendo mejor por mi formación, pero la creatividad siempre tardaba en materializarse.

Ese primer día, nada más llegar, monté los cacharros y empecé a improvisar haciendo una jam. Para mi sorpresa, empezaron a salir cosas interesantes enseguida. Recuerdo que por la mañana ya estaba en ello, y quizá por la tarde estaba retocando esas ideas, dándoles forma, convirtiendo la jam en una canción. La jam fluye de manera diferente a la producción más estructurada; las ideas surgen rápido, pero darles forma lleva más tiempo.

Fue entonces cuando entendí que el lugar donde estaba me inspiraba para crear, y que lo mejor era grabar jams y volcar ideas allí mismo. Luego, de vuelta en Barcelona —donde vivía entonces— podía dedicarme a la parte de estudio, de retoque y producción. Podríamos decir que esos diez días fueron solo para componer, generar ideas y experimentar. Traía conmigo todo tipo de grabaciones brutas: a veces un proyecto de doce minutos se convertía finalmente en una canción de cuatro o cinco. Una vez en Barcelona, me puse a retocarlo todo.

No sabría dar una cifra exacta de tiempo, pero esos diez días fueron la fase de composición, y luego vinieron varios días más de producción y mezcla. Cuando el disco estaba más o menos estructurado, aunque todavía en maqueta, se lo mostré a mi compañero en Lapsus, Albert. Le dije: “Mira, estoy trabajando en esto, ¿qué te parece para publicarlo en el sello?”. Le encantó y le propuse que se encargara de la mezcla final.

Además, le di libertad para hacer co-producción: si se le ocurría alguna idea que no fuera solo mezclar, sino añadir un arreglo o algún detalle nuevo, podía proponerlo. Así que, además de mis horas, hubo otras manos y otros oídos contribuyendo a darle forma final al disco.

Has descrito tus sesiones como viajes que no temen cruzar géneros: del leftfield techno al soul. ¿Qué buscas en un track para que forme parte de esa narrativa?

Es difícil de describir con palabras. Llevo más de veinte años pinchando y he ido cambiando mucho de estilos musicales; nunca me he definido por un género concreto. Hay épocas en las que ciertos estilos me llaman más la atención o me apetece más pinchar, pero dentro de la música de baile he tocado muchos palos y sigo explorándolos.

Depende mucho del contexto: del lugar, de la hora, del público que creo que habrá. Intento, respetando siempre mi discurso, mi gusto y lo que me siento cómodo pinchando, crear la sesión que mejor se adapta a ese momento. Cuando selecciono música no hay una fórmula, pero sí busco algo que me llame la atención y me diga: “Este tema me gusta, este tema me habla”. Puede ser un groove especial que funcione en la pista o unos ruidos curiosos que tengan ese punto de “fumada”, como suelo decir.

Hace un tiempo, un amigo que me conoce desde la adolescencia y ha seguido toda mi evolución musical estaba en una de mis sesiones y me dijo: “Hostia, hay canciones que las escucho y sé que las estás pinchando tú”. Y eso, aunque haya otros DJs en la cabina, me hizo gracia. Para mí, las canciones que selecciono suelen tener una atmósfera un poco más dub, ese toque psicodélico que conecta lo que pincho, sea cual sea el género. Pueden ser temas pop, techno, breaks… pero si tienen esa cadencia y esa capacidad de generar un viaje mental, para mí tienen sentido.

Durante un tiempo tuve una residencia en Switch, un pequeño club de Barcelona llamado Pocket Club. Durante dos años organicé un evento los domingos llamado Les Nuits Synesthésiques, porque me gustaba el concepto de la sinestesia: la idea de que los sentidos se conectan de formas no habituales, que un olor pueda recordarte a un color, o un color a un sabor. Aplicaba esa misma idea a la música.

En esas sesiones, yo y otro DJ invitado —normalmente de la escena de Barcelona— poníamos música que nos gustaba y que de alguna manera estaba conectada entre sí. No importaba que fueran géneros, estilos o épocas diferentes; lo importante era que compartieran un hilo conductor.

Ese concepto también derivó en un programa en Dublab, una plataforma de radio online internacional con sede en Barcelona, donde exploraba lo mismo desde el formato radiofónico: un tema de ambient, uno de música hindú, techno o jazz, todos unidos por esa misma lógica de atmósfera y narrativa.

No tengo un estilo fijo con el que me identifique, pero supongo que sí tengo una firma: una manera de pinchar que permite que la gente me reconozca.

Bueno, yo vengo de una época en la que la escena era bastante pequeña. En los años 90, la electrónica empezaba a consolidarse en Barcelona: ya había movimientos anteriores, pero fue en esa década cuando nacen Sónar, Nitsa, y muchos jóvenes empezaron a interesarse por pinchar. Yo irrumpí unos diez años más tarde, a mediados de los 2000.

Cuando empecé, la escena era muy hermética. Las salas tenían sus residentes y luego a los invitados internacionales, pero había muy poco espacio para colectivos locales o nacionales. Conseguir que una sala te hiciera caso era casi como casarte con ella: las demás te miraban mal y no te querían. Lo mismo pasaba con los festivales. Era frustrante, porque yo solo quería pinchar, no hacer guerras ni clanes.

Con los años, eso ha ido cambiando. Ya antes de la pandemia se notaba una evolución, y después de ella aún más: ahora la ciudad tiene un espíritu mucho más colaborativo. Puedes pinchar en una sala u otra sin que parezca que has firmado un contrato con el diablo, y los festivales ya no compiten de la misma manera. A nivel de industria y de espacios profesionales, la situación ha mejorado notablemente, aunque siempre hay cosas por pulir.

Otra diferencia importante es que cuando yo empecé había muchos bares y pequeños espacios donde uno podía iniciarse. Hoy los artistas emergentes prácticamente deben dar el salto directamente a salas profesionales, aunque sean pequeñas, como Laut o Red58. Antes había muchos lugares accesibles donde aprender y desarrollarse como DJ, y eso nos permitió a los veteranos tener una progresión más orgánica y lenta hacia los espacios profesionales.

Hoy veo a gente muy joven o emergente —no necesariamente de edad, sino de trayectoria— que de repente se encuentra en Nitsa o Razz. A veces se nota la falta de recorrido, porque no saben leer la pista ni adaptarse al momento: van a ejecutar su set sin importar quién esté delante. Antes las sesiones eran más largas; podías pinchar toda la noche y eso te permitía desarrollar ideas y moldear tu discurso según lo que pasaba en la pista. Para mí, esa capacidad de leer la pista y adaptarte es una de las virtudes más importantes de un DJ.

Un DJ debe mantener su filosofía y su firma, pero también tener la flexibilidad de poner cosas más cañeras o más suaves según el momento y el público. Hoy a veces veo que se pierde eso y que muchos actúan como si fueran a hablar de su libro, sin mirar la pista. Además, muchas pistas están llenas de turistas, que van a emborracharse, colocarse o ligar, y la música queda en segundo plano. Por eso diferencio entre “club” y “discoteca”: uno cuida la cultura de club y respeta al DJ, y el otro es solo un espacio de entretenimiento.

Los tiempos cambian. Había cosas buenas cuando empecé, y las hay ahora. En general, creo que hemos mejorado, aunque faltan más espacios para que los artistas emergentes se curtan antes de llegar a escenarios importantes. También me gustaría que los clubs filtraran más la puerta y cuidaran la pista de baile, para que la gente que realmente va a bailar y escuchar música estuviera más cómoda.

Seguiremos luchando. Por ejemplo, Pumarejo está en peligro de cierre, y espacios como ese son esenciales. Hay que protegerlos y generar más.

A nivel artístico, la escena está bien. Siempre ha habido muchos artistas buenos, y hoy contamos con una de las épocas más ricas de Barcelona, con productores y DJs de distintas generaciones y estilos, todos con mucha calidad. Lo que me molesta es que muchos festivales y salas no valoran a los artistas locales: les ofrecen solo slots de apertura y las condiciones respecto a los invitados internacionales son abismales. En países como Holanda se potencia más a los artistas nacionales, y aquí tenemos un complejo de inferioridad: se valora más lo de fuera que lo de aquí. Si los propios espacios no valoran lo local, difícilmente lo harán desde fuera o pagarán por llevarnos.

Esa es una lucha que sigue pendiente: igualarnos con países punteros en electrónica como Alemania, Inglaterra u Holanda.

Has sido pieza clave del ecosistema de Barcelona: como DJ, programador. Desde dentro, ¿qué fortalezas y contradicciones ves en la escena electrónica de la ciudad hoy?
Has realizado maratones de hasta 12 horas. ¿Qué le sucede a tu percepción en un set tan largo?

A mí me gusta mucho pinchar lo que se llama un all night long, porque cuando empecé era habitual encargarse de toda la noche, ya fuera en un bar o en una discoteca. Con los años, eso ha ido cambiando y hoy en día lo más común es tener una hora y media. Yo, con una hora y media, siento que apenas estoy empezando a calentar.

Tengo la suerte de pertenecer a la familia de LAUT desde que empezó el proyecto. Al inicio llevaba la producción de la sala; ahora soy solo residente. Cuando la sala arrancó, contactó con Lapsus, plataforma de la que soy miembro, para que nos encargáramos de la programación y producción. Así que estuve allí desde el principio y mantengo una muy buena relación con el propietario. A veces le lanzo ideas un poco locas, y en ocasiones las acepta.

Hace años, justo antes de la pandemia, le propuse hacer 12 horas seguidas. La idea gustó y funcionó muy bien. Me permitió tocar todo tipo de música que me interesa: desde cosas más relajadas por la tarde hasta momentos más intensos o experimentales que en una sesión corta no tendrían espacio. Siempre que lo hemos hecho hemos rediseñado un poco la sala: movíamos la zona de sofás junto a la barra hacia el escenario, la gente podía tumbarse allí, la cabina la poníamos en medio de la pista… Todo para crear una experiencia de club distinta.

El formato permitía que vinieran colegas con sus hijos por la tarde, con bebés, y escucharan música tranquila. Recuerdo un año en el que a primera hora estuvo el abuelo de mi pareja, que tenía 90 años, y un bebé de unos amigos de un año. Esto no es posible en una noche de club normal, y me gusta esa idea de descontextualizar el club en una jornada especial. La verdad es que funcionó muy bien y lo hemos ido repitiendo. Lo he reducido a 10 horas, porque uno se hace mayor y en la última de 12 sufrí físicamente y mentalmente durante la última hora. Llegué a la conclusión de que no hace falta sufrir para disfrutar.

La sensación es increíble: entras en un trance entre el cansancio físico y la exigencia mental de pensar en mezclas, estructuras, cuándo subir o bajar, hacia dónde llevar la sesión. Yo nunca tomo sustancias al pinchar, porque no quiero alterar mi conciencia; quizá bebo un poco de alcohol, pero nada que me saque de mis casillas. Aun así, tras siete u ocho horas entras en un punto de cansancio mezclado con adrenalina y éxtasis, influido por la energía de la gente a tu alrededor, y eso te lleva por caminos distintos que no tomarías en una sesión normal.

El formato largo también permite jugar con la dinámica de la noche: en un club habitual sabes que al inicio habrá poca gente, luego se llena, llega el prime time y finalmente la sala se vacía. Con una sesión de tantas horas duplicas esa dinámica y, además, comienzas por la tarde, lo que transforma totalmente la energía y la atmósfera. Quizás a las diez de la noche la sala está a tope, y a las dos o tres, que sería el pico en una noche normal, puedes bajar el ritmo para preparar las últimas tres o cuatro horas con más fuerza. Es una dinámica totalmente distinta.

El cansancio, la adrenalina y el éxtasis de estar con la gente bailando durante tanto tiempo te llevan a caminos creativos distintos, que probablemente no explorarías en una sesión normal.

Hablando del MIRA, que se significa para ti tocar en un entorno tan interdisciplinar y con fluye en tu forma de planear un set así?

Tuve la oportunidad de pinchar hace bastantes años, en una de las primeras ediciones del MIRA. No recuerdo si fue la segunda o la tercera, cuando todavía se hacía en Fabra i Coats. Para mí fue un placer enorme, porque en ese momento no tenía tanto prestigio ni tantas oportunidades como tengo ahora. Por suerte, hoy en día cada año acabo tocando en algún festival a nivel nacional, mantengo mi residencia en LAUT y tengo la oportunidad de pinchar en espacios cuidados y especiales.

Cuando me contactaron para el MIRA, no era algo habitual, y me hizo muchísima ilusión. En ese momento, todos los shows iban acompañados de visuales. Yo era solo DJ, y no tenía aún una red de personas que pudiera encargarse de la parte visual. El propio festival me propuso un artista visual que se encargaría de las proyecciones durante mi set, así que se convirtió en un espectáculo compartido: él con lo visual, yo con lo musical.

Eso cambió un poco mi forma de plantearlo. A mí no me gusta preparar los sets de forma rígida. A veces sí lo hago en festivales, sobre todo cuando el slot es corto, de una hora o poco más, porque no da tiempo a construir nada largo: cuando empiezas a levantar vuelo ya tienes que acabar. En esos casos preparo algo más definido, para ir directo a lo que quiero presentar.

En el MIRA, yo no había hecho muchos festivales grandes y estaba más acostumbrado a improvisar, siempre sobre una selección de discos o carpetas pensadas para el slot que me daban. El artista visual, en cambio, me pidió tener la música cerrada con antelación para poder preparar su parte y que todo encajara.

Lo que hice fue mentalizarme de dónde iba a estar y preparar un set específico. Una vez lo tuve definido, lo grabé y se lo pasé al artista visual, que desarrolló sus proyecciones a partir de ahí. Le aclaré que podría haber un margen de error, porque las mezclas en directo quizá no saldrían exactamente igual, pero él me dijo que también improvisaba y que podía adaptar las visuales en vivo.

Así lo hicimos: con esa preparación previa y luego, en directo, dejando que todo fluyera. Fue una experiencia increíble. Además, conocí a algunos artistas con los que sigo manteniendo amistad hasta hoy. Ojalá me vuelvan a llamar del MIRA: hace muchos años que no pincho allí, y me encantaría repetir.